Competencia

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Hace poco en un asado con unos compañeros de trabajo uno empezó a contar un poco sobre el equipo de baby futbol que dirige en uno de los clubes que hay en su barrio. Interesado le pregunte si era escuelita y me dijo que no, competían en ¿FEFI? creo me dijo, en fin, una de las federaciones de fútbol infantil. 

Enseguida empezó a detallar como los chicos (7-8 años) se lo tomaban muy en serio, no querían perder nunca y no tenían ningún problema en ir al banco todo el partido si entendían que el titular estaba en mejor nivel que ellos. Los «ay, que horror» y «eso es porque los presionan los padres» no tardaron en llegar, sobre todo de quienes tenían hijos que, por supuesto, se horrorizaban ante la idea de que su hijo participara en una competencia tan salvaje.

La conversación cambió de tema cuando se prendió la playstation que había en la casa y, mientras se cargaba el Fortnite, mis compañeros de trabajo que se habían espantado ante la presión que tenían los chicos de baby futbol empezaron a contar lo en serio que sus hijos (entre los 6 y 10 años) se tomaban ese juego. «No sabes como se ponen mis nenes cuando juegan a esto! Se matan!», agregaron después como miran tutoriales en youtube y discuten entre compañeros de la escuela sobre cual es la mejor combinación de armas del juego. 

El deseo de competir que tienen la mayoría de los chicos se reprime, se tiñe de emociones negativas (violencia, egoísmo) o directamente se esquiva. No son pocas las escuelas que sortean abanderado y escoltas, buscando así evitar la competencia que se puede presentar entre alumnos a la hora de tener la mejor nota y la tristeza que sienten los que quedan en el camino o directamente ni son tenidos en cuenta.

En algún momento, el impulso por ser mejor, por ganar y competir fue tachado de anticuado e innecesario. Se juzgó a la energía que curó enfermedades, construyó puentes y empujó la historia de la humanidad toda como opresora y dañina. 

 

Sé vos

¿Qué importa, a fin de cuentas, quién es más inteligente, más rápido, más fuerte? Todo eso es superficial, lo que importa es lo de adentro, ser buena persona. «Sé vos, no más, que al mundo salvarás», dice la canción de Almafuerte.

La mentira más grande de nuestra época tiene un atractivo irresistible. Porque, ¿a quién no le gustaría creer que es así? Es un anhelo tan potente como universal. No haría falta ningún tipo de examen, ni juicio sobre nuestra persona. Cuando fuésemos a sacar el registro para manejar nos lo darían sin mayor trámite, porque lo que importa es lo de adentro. 

En una entrevista de trabajo ya no serían relevantes nuestras habilidades, calificaciones, referencias ni experiencia laboral, porque somos buenas personas y con eso es más que suficiente. 

En los casamientos, los novios se juran que sí, que se van a amar tanto en la salud como en la enfermedad, en la riqueza como en la pobreza, hasta que la muerte los separe. La realidad interviene, por supuesto, salvaje y despreocupada por nuestros sentimientos.

Somos tan buenos como la suma de nuestras habilidades, tan valiosos como lo que tenemos para ofrecer al resto de las personas. 

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